La tarde caía calurosa y en silencio. Era una tarde de verano de 1984 en la que el calor hervía las entrañas y el sudor empapaba todas las paredes. Las calles vacías, el agua un tesoro y el sofocante sol iluminándonos a todos.
Él y yo estábamos juntos, quietos, sentados el uno frente al otro, unidos en el silencio de la calurosa tarde. Yo miraba todos sus gestos mientras él leía ensimismado aventuras de las que yo nunca era cómplice, en las que se refugiaba y huía de mí. Le miraba, observaba aquellos movimientos tan familiares, tan conocidos y reconocibles después de tanto tiempo. Él estaba ajeno a mis pensamientos, a las ideas que bullían en mi miente, ¿era acaso aquello lo que se esperaba de una pareja? El silencio de las palabras, el no todo va bien pero mejor me lo callo, la olvidada sinceridad mutua...
Le volví a mirar y supe que aquellas palabras destrozarían el cuadro que había ante mis ojos, sabía que su mirada ya nunca volvería a ser la misma, que aquel hombre dejaría de ser mío y que quizá todo lo pasado se borraría en un instante y terminaría barrido por el escaso viento de aquella calurosa tarde de verano.
Hacía menos de una hora que me había entregado a él, que había dejado que me poseyera y que me hiciera gozar y elevarme en lo alto de la tarde... pero ya no era lo de antes. Ya no lo era nunca, todo había cambiado. Nuestros cuerpos se buscaban en la rutina y la costumbre, no en la pasión, el ansia o el amor desenfrenado; los piropos se habían convertido en mecánicos epítetos que él repetía a lo largo del día; las caricias eran un juego de manos con manual incorporado; y las palabras ecos del silencio que recordaban a otros tiempos... a mejores tiempos.
Le miraba y mis labios empezaban a temblar, el pulso se aceleraba, mi mirada enturbiaba su ser. Le veía como la primera vez que le miré, pero nada era igual, no sentía su mirada, su sonrisa... su ser ya no tenía secretos para mí.
Llevábamos juntos demasiado tiempo, cinco años unidos en el amor y las caricias podían ser demasiado para una pareja. Nos conocimos en una fiesta de un amigo común y, poco a poco, nos fuimos conociendo y enamorando... nos fuimos haciendo uno. Pero un día cualquiera, hace no mucho, me desperté una mañana y no supe con seguridad lo que hacía allí y pensé en todas las mañanas que me había despertado y él no estaba a mi lado, en todos los desayunos solitarios, en los «buenos días» olvidados... todo pasó por mi mente en aquella lágrima que surcó mi rostro, probó mis labios y murió en las sábanas fría de aquella mañana que tiré.
Siempre olvidaba pronto mis pensamientos, pero éste no podía apartarlo de mi mente, lo llevaba dando vueltas un par de semanas. Era como una bola que crecía y crecía, y yo sabía que, o terminaba con todo o ella me poseería, podría conmigo y acabaría derrumbándome.
Y aparté la mirada de su ser, tragué saliva, me mordí los labios y los abrí por última vez. «Daniel... tenemos que hablar», dije mirando al cielo y sabiendo que su nombre seguido de aquellas tres palabras acabaría con mi angustia y que otra nueva empezaría.
(El instante antes, José Luis Merino)
Largo puente, pocas horas de sueño, mucho por hacer y pocas ganas.
La nieve que no acaba de llegar (con lo bonita que es...).
Aún dos días de puente, disfrutadlos por mí (si podéis).
Un saludo.Etiquetas: Mis escritos, mis relatos